A LOS COMPAÑPEROS EX PRESOS POLITICOS DE LA DICTADURA
Por Hugo Soriani
No
nombraré a ninguno porque estas líneas son para todos. Algunos ya no están
porque murieron en estos últimos años, y otros murieron en prisión, fusilados
por la represión o por la pena.
Voy
a recordar a los presos políticos de la dictadura militar.
Eran
más de diez mil personas que habían sido detenidas antes del nefasto 24 de
marzo, luego ya no hubo presos políticos, solamente desaparecidos.
En
esas cárceles convivieron durante nueve, diez, doce años, muchachos de veinte
años, pocos más o menos, con hombres de cincuenta, a veces de sesenta, por los
que los más jóvenes sentían devoción y respeto ya que venían de otras luchas,
sobrevivientes de un país asolado por las dictaduras.
Ellos
habían peleado contra la de Lanusse, y algunos contra la de Onganía, y contaban
experiencias que los más jóvenes escuchaban con avidez, curiosidad e
impaciencia.
No
nombraré a ninguno porque fueron todos, los que hora tras hora, día tras día,
año tras año, resistieron en conjunto la política de exterminio que se
instrumentó para destruirlos. Los que inventaron un código para comunicarse en
el silencio, los que violaron todas y cada una de las consignas y prohibiciones
que los guardianes imponían a diario. Los que con valentía, ingenio y audacia
inventaron las trampas necesarias para sobrevivir sin bajar sus convicciones.
Los
que no firmaron ninguna nota de arrepentimiento, pese a las represalias.
Los
que en la oscuridad de los calabozos de Rawson fueron golpeados hasta
desmayarse y reanimados con agua helada en madrugadas con quince grados bajo
cero, para luego dejarlos desnudos y repetir la historia al otro día, y al
otro, y al otro.
Los
que denunciaron sus torturas a monseñor Tortolo, en la cárcel de La Plata, y
escucharon como respuesta que “Videla es oro en polvo” de los labios del
monseñor. Los que escribieron minúsculas notas en finísimo papel de cigarrillos
para comunicar al exterior lo que sucedía tras los muros.
Los
que en días de hambre compartieron la poquísima comida.
Los
que golpearon los jarros de metal contra las rejas festejando el triunfo de la
revolución sandinista en Nicaragua, en julio del ‘79, pese a los golpes y los
gritos de los guardianes, que trataban de impedirlo.
Los
que lloraron la muerte de John Lennon, en diciembre del ochenta, porque junto a
él imaginaron que no eran los únicos soñadores.
Los
que en la cárcel de Magdalena conocieron en persona la ferocidad del general
Bussi, antes de que fuera el célebre carnicero de Tucumán.
Los
que fueron rehenes en Córdoba durante el Mundial bajo amenaza de fusilamiento,
mientras los genocidas se abrazaban con Menotti.
Los
que fueron sacados del pabellón de la muerte en la cárcel de La Plata, y
sabiendo que iban a ser fusilados, se despedían de sus compañeros gritando sus
consignas.
Los
que sobrevivieron en ese pabellón y denunciaron lo que estaba pasando, con
riesgo de sus propias vidas.
Los
que en el patio de la cárcel de Córdoba vieron estaquear y morir compañeros y
no bajaron la mirada, como querían los guardianes para humillarlos.
Las
mujeres presas en la cárcel de Devoto, que durante años resistieron las
requisas vejatorias. Esas mismas mujeres que, enteras y dignas, ya libres,
escribieron un libro imprescindible: Nosotras, presas políticas.
Los
que en la cárcel de Caseros vivieron hacinados en celdas miserables, sin saber
cuándo era de noche o cuándo de día.
Los
que no perdieron el humor, sobre todo el humor negro, y se rieron de sus
propias desgracias.
Los
que en julio del ‘83, en la cárcel de Rawson, con más coraje que inteligencia,
decidieron acompañar el ayuno que Pérez Esquivel realizaba en Buenos Aires, sin
que nadie, pero nadie se enterara de lo que estaban haciendo. Y lo continuaron
diez días más que él porque, debido al aislamiento al que estaban sometidos, no
supieron que el Premio Nobel ya lo había levantado al conseguir sus objetivos.
Los
que escribían poesías malas, pero fueron poetas.
Los
que se sabían de memoria el Génesis o el Exodo, porque la Biblia fue la única
lectura permitida. Y a veces ni eso.
Los
que cantaron, dibujaron, soñaron y actuaron, inventando la manera de esquivar
la muerte o la locura.
Los
que en todas las cárceles, en todas, sólo tuvieron durante años una pared
blanca a dos metros de distancia como único horizonte.
Los
que durante nueve, diez, doce años no hicieron el amor ni tomaron un vaso de
vino o una taza de café.
Los
que no vieron crecer a sus hijos.
Los
que salieron con lo puesto y sin tener una casa a dónde ir o un trabajo para mantenerse.
Los
que fueron recibidos con desconfianza, porque eran sobrevivientes.
Los
que sentían toda la culpa del mundo por ese mismo motivo.
Para
todos ellos, presos políticos de la dictadura, que hoy, a treinta y cinco años
del golpe militar son testigos de los juicios a los genocidas, militantes en
sus barrios, delegados en sus trabajos, funcionarios comprometidos y
trabajadores de la política en su sentido más noble, cualquiera sea el lugar
donde los haya llevado la vida. Para ellos, estas líneas de recuerdo y de
homenaje.
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Nasce preocupado com os caminhos do proletariado em geral, porém, especialmente, com o brasileiro